LORD
CHANDOS O EL LENGUAJE ENFERMO DE LENGUAJE
«El
sentimiento infinito sigue siendo tan infinito en las palabras como lo era en
el corazón […]. Por eso, no debe inquietarnos el lenguaje; pues, ante las
palabras, sólo por nosotros mismos debemos inquietarnos.» Cartas a Felice, Franz Kafka.
La crisis de conciencia de finales del siglo XIX tiene
muchas facetas. Y una de ellas, verdaderamente importante, es la crisis del
lenguaje y del propio pensamiento. Es el objetivo de este trabajo estudiar esa
crisis en una de las obras que más claramente la expresan: la Carta de Lord Chandos (1902)[1], del escritor austriaco
Hugo von Hofmannsthal. Este breve pero denso escrito ha sido entendido como un
exponente de la disolución del lenguaje, un lenguaje incapaz ya de representar
y conformar la realidad; un anticipo de Wittgenstein y su célebre afirmación:
«de lo que no se puede hablar, hay que callar»[2].
En el cortísimo prefacio de la obra, el autor declara: «Esta
es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bath, escribió a
Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse
ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria». La causa de
esa renuncia, el quid de la cuestión,
lo expone, con perfecta claridad y coherencia (¡una gran paradoja!), el propio
lord Chandos: «Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la
capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa» (pág. 17). Esa
incapacidad, ese entumecimiento mental,
ya lo había catalogado el destinatario de la carta, Francis Bacon, en una carta
suya previa, como un mal mental, asociándolo al aforismo de Hipócrates: Qui gravi morbo correpti dolores non
sentiunt, iis mens aegrotat[3].
Y el propio Philip asume el diagnóstico parcialmente: «Pero yo tengo que
explicarle mi interior, una rareza, una mala costumbre, si usted quiere, una
enfermedad del espíritu…» (pág. 11). No una enfermedad mental propiamente
dicha, sino una enfermedad del espíritu,
ya que si se tratara de una enfermedad mental ésta impediría totalmente la
lucidez expresiva; en cambio, la enfermedad del espíritu, no, es más,
probablemente agudizaría en cierto modo la lucidez misma. Cómo ha llegado lord
Chandos a ese estado espiritual, a ser un caso—más
literario que clínico—, es el propósito de este trabajo.
La infección del espíritu
¿Cuándo
contrae esa enfermedad del espíritu
lord Chandos? ¿Dónde se infecta tal vez? En Venecia, la maravillosa y pestífera
ciudad que emerge de las aguas, y que, por tanto, tiene esa rara virtud de manifestar
la ambigüedad de la vida y la putrefacción; la ciudad exultante que refleja en
la superficie del agua la forma de lo amorfo que late en el abismo y en lo
profundo; la ciudad que encuentra en sí misma la expresión máxima del arte: la
constatación de que toda belleza es inestable y vacilante y caduca, y que ello
no es sino reflejo, imago de la vida;
constatación turbadora, como un síndrome
de Stendhal, que incluso puede llegar al punto de perturbar nuestra propia
identidad. Así le sucedió, por ejemplo, a Gustav von Aschenbad, el personaje
protagonista de La Muerte en Venecia
de Thomas Mann, que se cuestiona su identidad burguesa (estructurada, formal,
estética, lingüística) y la abre en canal para dejar aflorar la
identidad sumergida y entregarse —recatadamente tras una máscara veneciana de
sí mismo— a Eros y Thanatos[4]. Aschenbad cambia el
lenguaje de su propiedad (la propiedad del burgués) por un lenguaje impropio que se silencia y le silencia.
Pues bien, en esa ciudad
de los extravíos, ambigua donde las haya, Lord Chandos encuentra dentro de sí el orden interno de los
periodos latinos, podríamos decir el orden interno del lenguaje, su estructura: «¿Y soy yo, de nuevo, el que
con veintitrés años encontró dentro de sí, bajo los pórticos de piedra de la
gran Plaza de Venecia, aquel orden interno de los periodos latinos cuya planta
y construcción intelectuales le entusiasmaron interiormente más que los
edificios de Palladio y Sansovino que emergen del mar?» (pág. 10 y s.). Von
Aschenbad encontró allí al adolescente Tadzio; lord Chandos encontró el orden
interno del lenguaje. Ambos los encontraron porque
los buscaban, los habían convertido en su designio. Y por ellos se entregarán a la peste y a la putrefacción.
Lord
Chandos, al interiorizar el orden interno
del lenguaje, se inocula formalmente
el virus del lenguaje, virus que ataca al lenguaje y al pensamiento mismo. El
lenguaje, infectado de sí, deja de ser el orden interno del mundo, el formalizador de la realidad, para ser un
orden en sí mismo, una rígida estructura de la estructura, un devorador de su
propia naturaleza. Cuando entendemos el lenguaje como estructura y aprehendemos
su orden interno, las infinitas relaciones entre sus elementos, entonces caemos
en su propia red. El lenguaje pasa a ser un ente anquilosado en nosotros, que ya no opera como intermediario entre
el sujeto y el objeto, sino que se enrosca en el sujeto como un círculo vicioso
de sí mismo. Entonces el lenguaje
sólo habla de sí y para sí y, como un virus, todo lo infecta de lenguaje hasta
anular la otredad y, con ella, al propio sujeto y su identidad.
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HUGO VON HOFMANNSTHAL |
Cuando
lord Chandos tenía en mente el proyecto de describir los primeros años del
reinado de Enrique VIII, aquél veía fluir de la prosa de Salustio «la
comprensión de la forma, aquella forma interior, auténtica, profunda que sólo
puede intuirse más allá del terreno acotado de los artificios retóricos, la
forma de la que ya no se puede decir que ordena lo material pues lo penetra, lo
neutraliza creando ficción y verdad al mismo tiempo, un juego de alternancias
eterno, una cosa maravillosa como la música y el álgebra.» (pág. 12 y s.)
Philip, en su ingenuidad, creía que comer de ese fruto del conocimiento no era
peligroso; sin embargo, al morder la comprensión de la forma, aquella forma interior, auténtica, que
penetra lo material, también estaba dejando que penetrara en su interior el
veneno del lenguaje.
Cuando
el lenguaje nos posee, ya no nos permite penetrar, a través de su forma, la
materia del mundo, como sí permite la música o el álgebra (o como Zeus
penetraba con su lluvia de oro a Dánae), sino que, al penetrar en nosotros, nos
convierte en su propio mundo, en su territorio, pudiendo violar incluso nuestra
identidad. Y el mundo pasa a sernos ancho y ajeno, y el lenguaje que nos penetra
también.
Pues
el lenguaje, ya enfermo de sí mismo (la función del lenguaje ha creado un
órgano devorador de sí mismo), enferma el pensamiento y el espíritu. Lo
percibimos entonces como algo ajeno (pero que ya está en nuestro interior, es
nuestro intruso), que nos mira con un
aire extraño y frío. El lenguaje ya no es nuestra obra, sino que el
lenguaje obra por sí mismo. Por ello lord Chandos ya no reconoce sus escritos,
sus tratados «como una imagen familiar de palabras enlazadas, sino sólo palabra
por palabra, como si esas palabras latinas, reunidas así, apareciesen por
primera vez ante mis ojos» (pág. 11). El lenguaje ya no es la casa del ser, la casa familiar
del ser, sino el ser extraño de la
casa, su invasor[5].
El
lenguaje propio se ha vuelto ajeno: «… quiero que comprenda que de los trabajos
literarios que aparentemente se encuentran delante de mí me separa el mismo
abismo insalvable que de aquellos que están detrás de mí y que resultan tan
ajenos que dudo en llamarlos de mi propiedad.» (pág. 11 y s.)
Quien
cree poseer el lenguaje encontrando su orden interno, trazando su planta y
construcción, desglosando todos sus elementos y las relaciones entre los
mismos… quien cree poseer el lenguaje totalmente,
es poseído por él y dominado por su totalitarismo
que nos impide hablar por nosotros mismos, libremente. Si el lenguaje invade
nuestra consciencia, nos paraliza, nos calla. Cuando permitimos que el lenguaje
hable por nosotros, siempre termina hablando de sí mismo.
Si se
intelectualiza el lenguaje, si se interioriza, se convierte en enfermedad: no
es la enfermedad del silencio, sino la del ruido del lenguaje, un tinnitus del lenguaje. Los significantes
son acúfenos, no fonemas; los significados sólo son sumas infinitas de
significados, donde todas las relaciones son posibles porque ya no impera un sentido, sino la posibilidad de todos
los sentidos, es decir, de ninguno. Lord Chandos hubiera querido titular su
obra, la obra total, Nosce te ipsum,
sin darse cuenta de que el lenguaje ya obraba por él y ese nosce te ipsum no era sino una gran ironía, porque quien, en su
caso, se conocería a sí mismo sería el
lenguaje. Cuando el lenguaje nos inunda, nos sumerge, cuando habla el
lenguaje, a nosotros sólo nos cabe callar y escuchar su ruido. Pero lo más
terrible es que el lenguaje usurpa nuestra identidad al tiempo que nos
desmorona la auténtica, como una grave enfermedad.
El
lenguaje nos enferma y así somos su
enfermedad. El lenguaje, como los virus, tiende a infectarlo todo y, en su
ansia de totalidad, nos obliga a callar, nos produce afonía, y nuestro silencio
se llena de ruidos. Pero el propio lenguaje no cae en la cuenta de que no se
puede decir todo, pues decir todo es decir nada, es solo ruido y furia que no significa nada. Es nuestro límite -nuestro
cuerpo y su devenir- el que limita el lenguaje, el que le ordena, el que le da sentido. No sabe el lenguaje que sin nosotros,
él, que todo lo quiere decir, no dice nada. Wittgenstein no se equivocaba
cuando proclamaba que los límites de mi
lenguaje son los límites de mi mundo; pero mi yo debería procurar que los límites de mi mundo fueran los límites de mi
lenguaje, ya que si no le pongo límites al lenguaje éste acabará invadiendo mi mundo, y hasta mi propia identidad.
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WITTGENSTEIN |
In illo tempore,
cuando lord Chandos soñaba con su obra total, «toda la existencia se me
aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el
mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza
cortesana y la animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la
compañía…» (pág. 14 y s.) Tal como hemos indicado, si el lenguaje se apropia
del todo, de la gran unidad, no puede
decir nada. Si todas las correspondencias y combinaciones están dadas, no hay
en realidad ni correspondencias ni combinaciones: lo que es todo en el todo no
tiene identidad fuera del todo y, por tanto, no es nada. No puede suceder el
acontecimiento ni la experiencia individualizada: «Una experiencia era como la
otra; ninguna era inferior, ni en la naturaleza sobrenatural y fantástica, ni
en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a
otro; por todas partes estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una
mera apariencia: o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave
de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar una tras
otra y abrir con ella tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se
explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico.» (pág. 15 y s.)
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SÍSIFO, POR TIZIANO, 1548-1549 http://www.museodelprado.es/ |
¿Qué
sucede entonces cuando el lenguaje enferma de sí mismo —triunfa en cierto
sentido— y toca todas las cosas y las traspasa, cuándo el lenguaje es «la forma
de la que ya no se puede decir que ordena lo material pues lo penetra, lo
neutraliza creando ficción y verdad al mismo tiempo…?» (pág. 13). Pues sucede lo que resumía lord Chandos: «he perdido
por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna
cosa.» (pág. 17)
El
lenguaje que llega a ser todo, no
puede responder de las cosas, de las partes
del todo, porque carecen de identidad propia ante su totalitarismo. Pero el todo tampoco tiene identidad porque no se
puede objetivar al haber absorbido al sujeto. Al no poder responder de las
cosas, las partes se disgregan en todas direcciones, en un sinsentido (el
totalitarismo, al admitir sólo el todo, no puede encontrar ni dar sentido a las
partes). No hay concepto de algo —es decir, de nada— cuando el todo es el
concepto.
Recuerdo
una vez que, siendo niño, vi una obra de teatro en televisión, cuyo título no
recuerdo: un investigador médico vendía su alma al diablo y éste le permitía
ver toda la materia directamente como a través de un microscopio o rayos equis.
Si al rey Midas todo lo que tocaba se le transformaba en oro, a ese científico
todo se le transformaba en tejidos, huesos, células, microbios… incluso la
mujer amada. Lord Chandos recuerda una experiencia semejante: «igual que en una
ocasión había visto a través de una lente de aumento un trozo de la piel de mi
dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con
las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada
simplificadora de la costumbre. Todo se me deshacía en partes, las partes otra
vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto.» (pág. 19)
Y
además, si el lenguaje se ha conformado como estructura total, todo lo que
designa es parte de esa estructura, un subsistema del sistema, donde todos los
elementos aparecen en continuas réplicas de relaciones de combinación y
permutación posibles. La oposición entre los elementos desaparece y, por tanto,
las cosas no se identifican, son inabarcables, «son remolinos a los que me da
vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al
vacío» (pág. 20).
Llegado
a ese punto, el lenguaje enfermo se
ha vuelto en sí mismo sólo un objeto que usurpa nuestra condición de sujeto.
¡El símbolo se ha constituido en una forma que usurpa el concepto! ¡El signo
penetra a la cosa y se encarna en ella dándole
su forma! El medio es el mensaje del
mensaje del medio. El lenguaje ha dejado de ser funcional para convertirse
en funcionario y burócrata del lenguaje mismo, en una especie de no-lenguaje. El no-lenguaje ya no es el
lenguaje que era: el vínculo que unía las cosas (los objetos de verdad) con nosotros (los sujetos de verdad) y que dotaba de sentido tanto
a unos como a otros. El lenguaje verdadero
ha perdido su función primera: dar
sentido, ser el vínculo que unifica el sentido del mundo y el sentido del
yo; en ese lenguaje convergían el mundo y el yo, el lenguaje los estructuraba y
les daba sentido. Podríamos decir que el lenguaje verdadero es nuestro sexto sentido. Lord Chandos intenta recuperar
ese sentido perdido acudiendo a los textos de Séneca y Cicerón, cuya «armonía
de conceptos limitados y ordenados» podría devolverle la claridad y la salud
del sentido. Pero el vínculo con el lenguaje ya está roto, pensamiento y
lenguaje se han disociado, el lenguaje se ha vuelto ajeno al cobrar vida propia.
Los conceptos sólo forman concepto de
sí mismos: «Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo
se ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento
quedaba excluido de su corro.» (pág. 20). Si el lenguaje se ha desvinculado del
pensamiento, entonces ya no tiene límites y por tanto sentido, es puro juego,
el juego del corro, del círculo vicioso de
sí mismo.
La morbosidad del lenguaje
Padecer la enfermedad del lenguaje también tiene
contrapartidas. Si uno renuncia a la expresión, es decir, acepta la totalidad
del lenguaje y, en consecuencia, la nada y vacuidad del mismo, entonces la vida
no estará «del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes». Las pequeñas
cosas ya no necesitarán grandes palabras y así podrán revelarse, sin el velo
del lenguaje, en sí mismas, no ya como objetos lingüísticos. Si uno acepta el
totalitarismo del lenguaje se despreocupará de dar sentido al mundo y, por
tanto, de crear signos conflictivos.
Y podrá contentarse con las pequeñas cosas insignificantes.
Es la felicidad del tonto o del
que se hace tal, por el que habla lo sagrado (lo no concernido por el lenguaje,
lo que no tiene signo)[6].
Las
pequeñas cosas volverán a ser cosas en sí mismas, sin la máscara del lenguaje;
dejarán de ser referentes lingüísticos, volverán a brillar puras, limpias del
moho del lenguaje. Las cosas se nos revelarán como lo que son, no como lo que
el lenguaje revela de ellas: «Una regadera, un rastrillo abandonado en el
campo, un perro tumbado al sol, un cementerio humilde, un lisiado, una granja
pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación.» (pág.
21) «Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la
que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel
caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente.» (pág. 22) Lord
Chandos pone como ejemplo de un objeto
ausente el recuerdo del veneno para ratas que ha ordenado echar en los
sótanos de una de sus granjas. El veneno ausente es la idea del veneno, no las
palabras que conforman la idea; y al igual que las palabras siempre convocan a
otras palabras, las ideas de las cosas (no sus significados) pueden convocar un
desbordamiento de ideas. Estas ideas no son nada platónicas, pues son formas en
sí; no son esencias, son devenir; no están idealizadas; por eso la descripción
de las mismas (las ideas —las ideas de la idea de las ratas envenenadas) es, a
propósito, ciertamente espantosa: «Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y
lóbrego del sótano, saturado del olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de
los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas
convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la
búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando
coinciden dos ante la rendija taponada.» (pág. 23) El sentir las cosas, el
sentir las ideas de las cosas sin el lenguaje, eso ha de ser el sentimiento divino: la facultad de un
Dios sin lenguaje; también la del animal. Quizá el don de la ubicuidad sólo es
posible sin el lenguaje (los límites de
mi lenguaje son los límites de mi mundo), pues uno puede estar en un mundo
sin la diacronía del relato, sin el fluir del lenguaje, sin el tiempo de los
signos y su herrumbre (como diría
Claudio Magris); tal vez por ello afirma Lord Chandos: «pero era más, era más
divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime.» (pág. 23)
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CLAUDIO MAGRIS (UN POCO CHANDOS) |
Las
cosas y las ideas se aprehenden, para Philip, como tales, sin la red del
lenguaje que nos atrapa y limita también a nosotros mismos. Sin el lenguaje, la
relación entre nosotros y las cosas sería directa, natural, como ha de serlo
quizá para un animal y como, sin duda, ha de serlo para Dios. El mundo se
percibe entonces como un todo en el que estamos integrados; y ese todo será un algo para nosotros, un algo
en el que puede transfundirse nuestro alguien:
«siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente
infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la
que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese
compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer
una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a
pensar con el corazón.» (pág. 26). Una nueva relación con toda la existencia sin el lenguaje, pensando con el
corazón, no con el lenguaje sino con lo que llamamos antes el no-lenguaje.
Podríamos
decir que la relación del sujeto (de un sujeto consciente) con los objetos no
es posible sin una intermediación necesaria,
intermediación que hace posible la distinción sujeto/objeto (la barra que opone
toda dualidad y oposición) y que al mismo tiempo posibilita la vinculación
entre los mismos. Si esa relación humana,
demasiado humana, no se establece, sólo cabe una relación animal o divina.
Sin
embargo, ese estado animal (libre del lenguaje primordial y natural y
necesario) es insatisfactorio: el hombre es un ser que nace para contarlo.
Necesitamos del lenguaje como el lenguaje necesita de nosotros. «Vivo una vida
de un vacío apenas imaginable», confiesa lord Chandos; es la vida del animal
que no puede expresar lo que piensa con
el corazón, que no puede expresar con el lenguaje el no-lenguaje. La lengua
del no-lenguaje, como dice al final de la carta el propio Lord Chandos, es «una
lengua de cuyas palabras no conozco ni una sola, una lengua en la que me hablan
las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un
juez desconocido.» (pág. 31) Es una lengua de mudos (¿la lengua de los
sordomudos?), y una lengua que tal vez hable un dios desconocido, que no es el
Dios del lenguaje[7].
http://derecoquinaria-sagunt.blogspot.com.es |
La enfermedad del lenguaje vuelve a Philip
morboso, despierta su interés por cosas minúsculas, incluso insanas y
asquerosas: recordemos las ratas; los tablones podridos bajo los cuales se
buscan los gusanos para pescar; las sábanas multicolores de las camas en los
rincones de los lúgubres cuartos de los campesinos; los feos perros jóvenes…
¿Pero por qué el lenguaje enfermo de lord Chandos se regodea en esas cosas
minúsculas, asquerosas incluso, insignificantes? Pues quizá por eso, porque son
insignificantes, y por tanto no son significantes que necesiten significados: están más lejos del
lenguaje, pues. Es decir, son un sinsentido.
Como era un sinsentido que Craso le
cogiera cariño a la morena de su estanque y llorase por ella cuando ésta muere.
Philip se identifica con Craso («pero a mí el asunto me afecta, el asunto»),
porque reconoce en el asunto de Craso
el asunto del sinsentido. Y ahí
llegamos a la consideración de si el asunto del sinsentido (perder el sentido, quedarse sin sentido)
es el asunto de la locura[8].
«La
imagen de ese Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la
que todo supura, late y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en
fermentación, borbotease, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de
pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y
ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no de los que parecen
conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite, sino, de
algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz.» (pág. 30).
La
enfermedad del lenguaje cuando deja de ser meramente espiritual y se psicosomatiza (de alguna manera) como
mental, permite la ebullición del verdadero sinsentido del no-lenguaje: la manifestación del
inconsciente, manifestación consciente
del inconsciente. El loco es consciente de su inconsciencia, no de su
consciencia. Lord Chandos aún es consciente de su consciencia, por tanto aún no
ha sido subsumido por entero por el remolino del no-lenguaje, pero está en
proceso de disociación. Afirma que los
remolinos del lenguaje conducen a un
fondo sin límite; se refiere al lenguaje enfermo. Por tanto su consciencia
—lingüística— está enferma; y, por el contrario, el remolino del no-lenguaje le
conduce «a sí mismo y al más profundo seno de la paz», ese mundo vacío de
signos siempre en oposición y conflicto, una especie de nirvana de los signos.
Lord Chandos está dejándose caer en la indolencia del enfermo que se abandona,
mata su mundo como voluntad de
representación. Busca la paz de quien nada desea; el lenguaje para él ya no es deseo del mundo. Lord Chandos puede
vivir como San Antonio libre de las tentaciones del lenguaje. Al estar poseído
por el lenguaje ya no está poseído por él, pues está fuera de sí.
Con
todo, lord Chandos aún habla de sí mismo, aún se siente individualizado,
paradójicamente, por el lenguaje: la carta es la prueba de que aún no ha
entrado en el mundo absoluto del no-lenguaje, de que aún no ha perdido el
sentido, de que la locura aún no habla por él. «Con su carta, en la que
describe el naufragio de su identidad, intenta por última vez dominar su
dispersión representándola», afirma Claudio Magris[9]. ¿Pero es del todo cierta
esa afirmación? ¿Acaso el lenguaje no habla ya sólo del lenguaje y no de la
identidad de Philips? ¿A Lord Chandos todo se le ha transformado en lenguaje y
el lenguaje, por tanto, lo es todo, con lo cual es imposible que hable de lord
Chandos, pues hablar ya es hablar sólo del lenguaje? ¿Esta es la carta del
lenguaje a Francis Bacon en la que lord Chandos es su mero instrumento, la
carta del lenguaje a los lectores en que Hofmannsthal es un intermediario que
da voz a la crisis del lenguaje?
Nunca
unas preguntas han sido más retóricas, pues el lenguaje produce sus propios
anticuerpos. El lenguaje ha triunfado en lord Chandos sobre el no-lenguaje,
aunque se convierte en enfermedad crónica en esta carta que es la crónica de
una enfermedad.
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FRANZ KAFKA |
El
lenguaje es un antídoto contra la disolución en el mundo. El hombre debe ser
individuo, y su identidad se establece en gran manera con el lenguaje. Él nos
impide disolvernos en la res extensa.
El no-lenguaje nos disuelve, nos transfunde en esa res extensa, donde al perder la posición y la oposición a las
cosas, el choque necesario con las cosas, perdemos la consciencia de nuestra
identidad. Si algo tenemos de más propio, son los átomos del lenguaje. El
lenguaje nos individualiza como humanos, aunque detrás esté amenazador el
no-lenguaje desintegrador, como ruido de fondo. Pero como decía Kafka, ante el
lenguaje sólo por nosotros debemos
inquietarnos.
Pedro Galván Magro, mayo de 2012
(Trabajo para el curso Filosofía y Literatura)
[1]
Hugo von Hofmannsthal, Carta de lord
Chandos, seguida de La herrumbre de
los signos, de Claudio Magris, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
[2]
Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus,
Tecnos, Madrid, 2007.
[3]
Quienes aquejados por una grave
enfermedad no sienten dolores, están mentalmente enfermos. (Nota del
traductor Antón Dieterich, en edición citada.)
[4]
Véase el interesantísimo estudio de Jaime Fernández Martín: La ciudad de los extravíos, Fórcola,
Madrid, 2010, donde se analiza dicha obra de Thomas Mann desde perspectivas
nuevas.
[5]
De alguna manera, aunque en otro sentido, es lo que le ocurre a Gregorio Samsa
en La metamorfosis de Kafka. Véase mi
ensayo: Kafka: la metamorfosis del
leguaje, el lenguaje de la metamorfosis.
[6] También podría suceder lo
contrario, que la enfermedad del lenguaje convierta las cosas en supersignificantes y, en consecuencia,
éstas adquieran un supersentido que
deforme la realidad y el lenguaje mismo. Ello es más habitual de lo que se
piensa en la política y en los demagogos del lenguaje. También puede darse el
caso distinto de la idealización del lenguaje como medio para idealizar la
realidad -o volverla loca; don Quijote enloqueció con el lenguaje la realidad y
los demás creyeron que el loco era él.
[7]
Incluso la mística necesita el lenguaje para dar sentido a su relación de
no-lenguaje entre Dios y el alma. Al lenguaje lo que es del hombre (y de Dios) y
al no-lenguaje lo que sólo es de
Dios.
[8] Philip no está loco,
porque, al poder reconocer la disociación que ha operado el lenguaje en él,
reconoce aún su identidad. Conoce, pues, el sentido en que opera la enfermedad
del lenguaje. Por eso puede contarlo.
[9]
Op. cit.
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